Hace cinco meses que cada vez que veo o leo las noticias, que cada vez que entro al Facebook o que miro el Whatssap me invade un nerviosismo y temor. Será porque hace cinco meses que experimento el dolor y la tristeza de ir enterándome de la muerte de alguien conocido, de un vecino, de una amiga o de un familiar. Imagino que esto le pasa a mucha gente, es probable que en el Perú ya no haya una sola persona que no tenga un conocido que haya fallecido por el COVID-19.  

Pero hay muertes que no sólo son muertes individuales porque afectan a familias y amigos; hay muertes que representan y afectan a una colectividad, a un pueblo, y que significan pérdida de una cultura o de parte de ella. Esas muertes duelen de manera especial. Es lo que pasa cada vez que veo los nombres de hombres y mujeres de pueblos indígenas como el de Marcelina Maynas Collantes: pueblo shipibo (Perú), Antonio Bolívar: pueblo Huitoto (Colombia), José Tije: pueblo Harankbut (Perú), Paulinho Paiakan: pueblo Kayapó (Brasil), Emilio Estrella: pueblo Kakataibo (Perú), Messias Kokama: pueblo Kokama (Colombia), Santiago Manuin: pueblo Awajún (Peru)… y podría seguir con una larga lista. Ellos son sólo algunos de los sabios y sabias indígenas que han fallecido en la Amazonía peruana y de otros países vecinos, y que representan una gran pérdida para sus culturas y lenguas milenarias.

Según el segundo informe del Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y el Caribe - FILAC, en este momento la pandemia que asola al mundo tiene un impacto particularmente devastador en los pueblos indígenas de los países de la región. En Latinoamérica el virus ha ido avanzando de las zonas urbanas a las rurales, y pese a no haber alcanzado aún el pico, ya se han reportado más de 70 mil contagiados y dos mil muertos, en su mayoría ancianos, portadores de los invalorables conocimientos, visiones y prácticas de las culturas indígenas latinoamericanas, en muchos casos, los últimos que quedaban.

Las Naciones Unidas, a través de varios de sus programas, fondos y agencias como UNICEF, OIT, CEPAL, UNESCO, Banco Mundial, Mecanismo de Expertos, así como el Banco Interamericano de Desarrollo, vienen alertando desde el inicio de la pandemia del COVID-19 acerca de la particular vulnerabilidad de la población indígena y la población afrodescendiente. Todos coinciden con lo que el relator especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas ha señalado: “los pueblos indígenas están excesivamente representados entre los pobres y sufren tasas más elevadas de malnutrición, a lo que se suman los efectos de la contaminación ambiental y, en muchos casos, la falta de acceso a servicios adecuados de atención de la salud; como consecuencia de ello, muchos tienen sistemas inmunológicos reducidos, afecciones respiratorias y otros problemas de salud, lo que los hace particularmente vulnerables a la propagación de enfermedades”.

La población indígena en América Latina y el Caribe supera los 45 millones de personas, representa aproximadamente el 10% de la población total de la región. Estamos hablando de 826 Pueblos Indígenas, de los cuales unos 462 tienen actualmente menos de 3 000 habitantes y alrededor de 200 de ellos se encuentran en aislamiento voluntario. En el Perú conviven 55 pueblos indígenas que hablan 48 lenguas, y de acuerdo al último censo 2017, suman 6 millones de personas que se autoidentifican como miembros de un pueblo indígena u originario, y representan el 26% de la población total. De ellos, 4 millones y medio hablan una lengua indígena como lengua materna (16%).

Como bien señalan los estudios e informes de las diversas agencias de las Naciones Unidas, los pueblos indígenas ya vivían una situación crítica y de especial vulnerabilidad antes de la pandemia del COVID-19, por lo que los efectos de este serán aún más devastadores para ellos. En cuanto a los impactos socioeconómicos previsibles para los pueblos indígenas, el director de la Organización Internacional del Trabajo para América Latina y el Caribe (OIT) ha expresado que “la cara más nefasta de esta pandemia es la de la desigualdad, porque la enfermedad y sus consecuencias sociales y económicas afectan más a los que menos tienen, como son los pueblos indígenas y tribales, quienes a menudo carecen de protección social y suelen tener acceso limitado a cualquier tipo de atención en salud”.

El Perú es uno de los países con mayor desigualdad en América Latina, las brechas de atención a los pueblos indígenas en salud, educación, conectividad, titulación de tierras son altísimas. Si bien en los últimos años se han dado importantes avances en términos normativos, como la aprobación de la Ley de Lenguas (29735) y la Ley de Consulta Previa (29785), y de políticas públicas como la política de Transversalización del Enfoque Intercultural (Cultura), la política y el plan de Educación Intercultural Bilingüe (Educación), la política Sectorial de Salud Intercultural (Salud), entre otros; en términos de implementación e impacto concreto en la vida de los ciudadanos y ciudadanas indígenas, los resultados son mínimos.

En efecto, pese a esos avances normativos, es muy poco lo que se ha logrado en el ejercicio efectivo de sus derechos fundamentales y en el aseguramiento de sus necesidades básicas. Sólo el 48% tiene acceso a agua, y aunque el SIS se ha universalizado, las postas y centros de salud de las comunidades rurales e indígenas están desabastecidos y sobreviven en una precariedad lamentable. Si bien la educación primaria tiene una cobertura del 94% en zonas indígenas, sólo un 54% de estos estudiantes recibe una Educación Intercultural Bilingüe (EIB), es decir, una educación de acuerdo a su cultura y tanto en su lengua originaria como en castellano (según datos del Minedu calculados sobre el número de escuelas que reciben todos o algunos de los componentes del Modelo de Servicio de EIB). En los otros niveles educativos la cobertura es menor aún y la falta de pertinencia también. La desnutrición crónica y la anemia, especialmente en niños indígenas amazónicos menores de 5 años, llega al 55.3% según el Midis. Pese a que los pueblos originarios han vivido durante cientos de años en la Amazonía y los Andes y cuidado sus ecosistemas, más de dos mil comunidades nativas y campesinas no logran aún el reconocimiento y la titulación de sus territorios. Todos estos indicadores se agravan hoy aún más con la Pandemia.

Sin lugar a dudas el Estado ha ido asumiendo progresivamente algunas de las demandas de los pueblos indígenas y generando espacios de participación en distintos niveles de la gestión pública, pero muchos de ellos siguen siendo bastante burocráticos y poco efectivos en la incidencia que buscan generar. Como señalan muchas lideresas y líderes indígenas, los derechos siempre se han tenido que “arrancar” y pocas veces han respondido a una decisión política que asume como prioridad la atención a los pueblos indígenas y que se impulsan institucionalmente, más allá de las personas y de los gobiernos. De ahí la fragilidad y falta de sostenibilidad en su implementación.

El Estado tiene mucho que hacer por sus ciudadanos y ciudadanas de pueblos indígenas, pero los pueblos tienen también aportes al país y al mundo. Ahora que tanto se habla de “nueva normalidad”, de “reconstruir la sociedad”, tal vez es momento de mirar con mayor atención a esa concepción del “Buen Vivir” de la que tanto nos hablan los pueblos indígenas, y que se considera uno de sus mayores aportes a la Humanidad. Ese Buen Vivir que busca establecer mejores relaciones entre las personas y una relación más armónica con la naturaleza. Tal vez la “Nueva Normalidad” pueda asumir el paradigma del “Buen Vivir” como principio básico para una nueva convivencia entre todos, y logremos reconstruir esa sociedad donde los pueblos indígenas sean por fin sujetos que ejercen plenamente sus derechos y que estos sean asumidos por los garantes del derecho, que son el Estado y sus instituciones.